sábado, 3 de diciembre de 2016

LOS ESPERMATOZOIDES DE FERNANDO EL CATÓLICO


Lo he leído en algún sitio. Seguro que es una exageración. Pero lo he visto publicado. Decía algo así como que la falta de puntería de los espermatozoides de Fernando el católico contribuyó a vertebrar la “España” que hoy conocemos. La afirmación puede resultar un poco desorbitada y extravagante  pero, en cierta forma, resulta verosímil.

Cada vez que, de una forma panfletaria, se nos habla de la “Nación española”, se  nos relata la historia de los “Reyes católicos”. La unión de los reinos hispánicos fue, simplemente, la consecuencia de una boda.  La de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. Dos reinos en un mismo trono,  una confluencia que  ha dado pie a aventurar indubitadamente que de aquella unión política –más suma de intereses que otra cosa- surgió la “nación española”.

En la Europa de la época, las bodas reales eran algo más que una simple celebración. Eran pactos de poder que pretendían dividirse el territorio. En el caso de Isabel y Fernando, los esponsales no fueron una excepción, ya que con esta unión se juntaba la potencia marítima de Aragón a la extensión territorial y poblacional de Castilla. Un convenio de conveniencia  en el que todos ganaban.

Sea como fuere, la reunión de ambos cónyuges en el trono fue ciertamente peculiar, ya que cada uno era heredero de su reino y, en ningún momento, se intercambiaron los poderes. Es decir, que Isabel fue toda su vida la legítima reina de Castilla, mientras que Fernando era simplemente el rey consorte; Fernando, por su parte, fue el legítimo heredero de Aragón y, como pasaba con Castilla, ahora era Isabel la que le tocaba ser la reina consorte. El conocido lema de "Tanto monta, monta tanto".

La Unión Temporal de Reinos, mal que bien, prosperó. Propició la conquista de Granada, la aventura fortuita de encontrar un nuevo continente con Cristóbal Colón…y en el plano familiar, el matrimonio fecundó 5 hijos, de los cuales 4 fueron mujeres y uno solo varón. El único inconveniente fue que el chaval murió de tuberculosis con 18 años, dejando la continuidad de los tronos exclusivamente en manos femeninas. Tras la muerte de Isabel, Fernando se convirtió en viudo regente y Juana, la hija de la “católica” heredó los derechos sucesorios de Castilla (Fernando no tenía derechos sobre ellos).

Juana se había desposado, siguiendo la tradición de la época, con Felipe,  el hijo de Maximiliano de Austria, en el marco de un contrato-pacto por el cual se unía la monarquía castellano-aragonesa con los Habsburgo y sus dominios imperiales en Flandes, Inglaterra, Nápoles, Génova y Milán.

Juana y Felipe, conocidos por los apelativos de “la loca” y el “hermoso”, en su intento de reinar en Castilla se toparon con el viudo Fernando, un “católico” de muy malas pulgas de quien se dice fue el modelo sobre el que Maquiavelo inspiró su “Príncipe”. Fernando se llevaba fatal con su yerno. Mal no, peor. El “católico” gobernaba –que no reinaba-  en Castilla mientras los monarcas, con residencia en Flandes, se enfrentaban a una disputa conyugal en la que Juana, presa de los celos  y de las infidelidades del “hermoso”, parecía enloquecer ante la ambición desbordante del “pimpollo” de su marido, ávido de sentar sus reales posaderas en el trono castellano. Las disputas entre suegro y yerno casi acabaron en guerra. Y aquí es donde  llega lo del momento del  espermatozoide y la puntería.

Al año de enviudar,  Fernando II de Aragón se casó con la sobrina del rey francés. El sátiro “trastámara” tenía 53 años. Su nueva esposa, apenas 17. Era Germana de Foix. El nuevo vínculo matrimonial perseguía recuperar el poder de Fernando y desvincular la corona de Aragón del trono ocupado por su hija Juana, y en segunda derivada por el vástago de ésta, su nieto Carlos, sucesor en descendencia  a la corona.

Toda esa cadena legítima se rompería si la joven Germana, ofrecía a Fernando un descendiente varón. Castilla y Aragón se romperían y volverían a ser reinos independientes. Fernando puso todo su empeño  en esa nueva descendencia. Pero la capacidad espermatozoica  del “católico” estaba averiada. Pese a todo, acertó en un tiro. Y Germana engendró un niño. El heredero legítimo de la corona de Aragón; el infante  don Juan de Aragón y Foix.  Pero, a las pocas horas de nacer, el heredero falleció.

Fernando no se amilanó. Perseveró en el “dale que te pego” sin resultados positivos.  Su obsesión fue tal que se atiborraba de testículos de toro para acrecentar la virilidad. Y por si las “criadillas” no  eran suficientes en su acción efectiva para la “fricción humana” a la que estaba entregado, se rindió a un tratamiento compulsivo de pócimas inmundas. Probablemente, según los estudiosos, al monarca se le suministró “cantaridina”, una sustancia  tóxica  generada por coleópteros a modo de feromonas. Una especie de “viagra medieval” segregada por escarabajos venenosos con supuestas cualidades afrodisíacas pero de gravísimos efectos secundarios. El rey, “católico” de cintura para arriba, y liberal de cintura para abajo,  pudo morir de la ingesta prolongada de estas materias alucinógenas. Pese a sus desvelos fornicadores, Fernando no consiguió descendencia. Si sus espermatozoides hubieran estado más activos, si su empeño procreador con Germana hubiera dado de nuevo en la diana,  España no sería lo que es. Nadie sabe qué habría ocurrido.  Quizá Navarra  no hubiera sido asaltada y conquistada en 1512  o su corona la hubiera compartido el trono francés. Vaya usted a saber.

Lo único cierto es que, de haber prosperado la “afición” reproductora de Fernando, nos hubiéramos evitado la mítica cantinela de quienes hoy nos aturden con la “unidad de la Nación española” y su veracidad histórica incuestionable. Un relato construido con “testosterona” y una épica desbordada de  supremacía ideológica.

Negar el sentimiento español y tratar de deslegitimar  su hecho “nacional” puede avivar un  interesante debate  cuyo efecto práctico  resulta baldío. Existe una comunidad que se define y siente como “española” y que cualquiera, también un nacionalista vasco como es mi caso, debe reconocer y respetar. Pero eso no significa, en ningún caso, que tal hecho  imponga por exclusión, la existencia de otros hechos nacionales coexistentes en el ámbito geográfico en el que vivimos.

Fabulaciones e Intrigas palaciegas a un lado, la realidad nos lleva hoy al debate pendiente y no asumido en el Estado español de resolver satisfactoriamente las reivindicaciones nacionales de Euskadi y Catalunya en el ámbito peninsular. Casi cuarenta años después de la aprobación en el Estado de la Constitución, el problema sigue abierto en canal. Y mirar para otro lado o minusvalorar la brecha existente no ayudará a resolver el problema.

La convivencia no se impone. Ni se restringe al principio de legalidad. Legalidad y democracia son fundamentos que deben combinarse. Porque puede haber  legalidad sin democracia, sin que se soporte en la voluntad de la ciudadanía. La legalidad siempre debe estar al servicio de la voluntad de la gente y no al revés. La unidad se puede imponer. La unión no. Necesita del compromiso de las partes. Y del respeto de todas por reconocer la diferencia y el derecho que cada cual tiene para ejercerla.

Aquí no hay una soberanía única que vincula a un todo. Aunque lo diga la Constitución. Aunque lo repitan como dogma los juglares actuales que cantan las bondades de Isabel y Fernando y pese a que lo ampare algo tan irracionalmente democrático como  las Fuerzas Armadas.

Por todo ello (y por mucho más), los nacionalistas vascos no nos sentimos reconocidos por la Constitución española. No creemos en un marco jurídico que pese a reconocer nominalmente la existencia de “nacionalidades” en su seno, consagra la “unidad”, que no la “unión”, y lo haga mediante la servidumbre, y la sumisión en un proyecto “nacional” único, el español,  que además, rarezas del léxico jurídico, considera “indisoluble”, como si de una masa sólida se tratara.

Convivir es “vivir con”, vivir juntos, pero de mutuo acuerdo, por propia voluntad. Mientras no se entienda ese concepto será difícil encauzar el conflicto. En pleno siglo XXI, en un mundo  en el que las estructuras políticas en construcción se establecen a partir de soberanías compartidas, negar la pluralidad por imperativo constitucional es negar la igualdad de derechos a quienes creemos que nuestra representación nacional natural es distinta a la española. Es como si se nos dijera que –perdónenme la expresión- tenemos que ser españoles por “cojones”. O porque  los espermatozoides de un rey fueron incapaces de fecundar y engendrar un heredero en el Aragón del medievo.      

1 comentario:

  1. El medievo se acabó en 1492 o en 1453 (según quien lo cuente) y La Católica murió en 1504.

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