A mi buen amigo Juan
Ignacio Pérez lo del balompié no le va. Es más, aborrece la inflación
periodística que el futbol genera a nuestro alrededor. Y, en cierta forma,
tiene razón. En muchas ocasiones tengo la sensación de que hemos perdido el
sentido común elevando a categoría extraordinaria acontecimientos banales que
no merecerían, tan siquiera, una reseña en la gaceta del rumor amarillo. Pero
no. Alguien se ha vuelto loco y sacude a portada la declaración del último “proletario del balón” tras firmar un
contrato de treinta millones de euros para las tres próximas temporadas. ”Si
hubiera sido por dinero me habría ido” destacaban las primeras planas de unas
ediciones periodísticas que hace tiempo perdieron el norte.
Pero no sólo es la falta de realismo crítico lo que nos exaspera
de la denominada prensa deportiva. Es la dependencia orgánica que los
medios sostienen de los “grandes clubs”, a esos que dedican minutos y espacios
impagables para contemplar cómo unos endiosados jugadores entran o salen de las
instalaciones deportivas en sus sofisticadas berlinas. A los que siguen como
fans desatados para saber si su corte de
peinado ha variado en las últimas horas o si las molestias en la región plantar obligará o no al
delantero estrella a guardar reposo facultativo sin menoscabo de unos ingresos
por los que decenas de desempleados podrían
percibir el salario mínimo interprofesional.
Es verdad, Iñako tiene razón para aislarse del fútbol, de
ese espectáculo insulso de ruedas de prensa en las que preguntas y respuestas
pocas veces llegan al grado de aprobado del cociente intelectual medio. De esas
primicias que nos presentan, como si en ello nos fuera la vida, el último
fichaje croata que defenderá a “muerte” sus nuevos colores a
razón de treinta millones más variables.
Sí, todos estamos saturados de ese mundo exterior que los
grupos de comunicación han creado en torno al balompié. Nos hemos plegado a que
los informadores no opinen, simplemente griten, a que los “expertos” defiendan a los “astros” cuan si
fueran directivos y , en el fondo, el espectáculo deportivo y su repercusión
pública camina hacían un fanatismo de mercadotecnia insoportable. Deporte, dicen,
mientras airean la polémica entre un locuaz y bronco entrenador y la dieta de
la esposa de un rival, al más puro estilo casposo del sensacionalismo clásico.
Hasta las lágrimas del cancerbero al abandonar el paraíso merecen más espacio que el triunfo solitario
de una mujer onubense que acaba de proclamarse, por segunda vez, campeona del
mundo de la modalidad deportiva de bádminton. No se llama ni “Pedro”, ni
“Cristiano” ni “Piqué”. Quizá por ello no ha dispuesto de titulares ni de apertura de informativos- Ella es Carolina
Marín y ni tan siquiera en lo más alto
del pódium escuchó su propio himno. No porque alguien lo silbara sino porque lo
que sonó era el “arriba España, alzad los brazos hijos del…”. Espanto.
Ya no hay crónicas que relativizan el espectáculo y el
esfuerzo. No hay piezas de literatura deportiva, inteligente. ¡Cuánto echo de
menos a Santi Segurola, a Jose Manuel Alonso, o Eduardo Rodrigálvarez por citar
a tres maestros del periodismo deportivo!. Y a alguno más cercano. Ahora todo
es de aluvión, hooliganismo a granel que empacha y que reduce el campo
intelectual a la mediocridad del todopoderoso don dinero. A las estrellas
siderales de moda y talonario.
Pero hete aquí que en medio de toda esta sinrazón
mediática-balompédica, el triunfo a doble partido del Athletic Club contra el
Barcelona FC en una competición de nombre rimbombante ha conseguido salirse del
plano marcado por el guion dominante.
Quizá porque los acostumbrados a ganar perdieron o porque quienes
durante años soñaron con vencer, al fin lo hicieron. David contra Goliat de
nuevo. 31 años después.
Sea como fuere, 180
minutos de juego en campos diferentes hicieron que miles de mujeres y hombres,
niños y ancianos, encontraran satisfacción a un anhelo tantas veces frustrado.
Y se echaron a la calle como si aquella copa minúscula llamada “super” que sus
jugadores llevaron a casa fuera el tesoro de su orgullo reencontrado. Miles y
miles desbordaron lo deportivo y las calles de Bilbao en tan sólo 24 horas de
convocatoria.
Dice mi amigo Iñako que el Athletic es en Bizkaia y en
muchas otras partes de Euskadi y del mundo, algo más que un fenómeno deportivo.
Es como una religión laica en la que unos valores, unos colores, una pasión por
lo propio, activan una dinámica colectiva difícil de catalogar.
No diré yo que los males generales del espectáculo
futbolístico antes señalados no nos afecten. El mal es endémico y los síntomas de
locura son globales. También aquí se sobrevalora –sobre todo
económicamente- a los “ídolos del
puntapié” y se mitifica demasiado el
protagonismo de unos muchachos de cuya vida y su aportación a la sociedad poco
sabemos más allá de la pasión que generan portando una camiseta durante un rato
en un verde césped.
Pero, siendo así, la fe rojiblanca, va más allá dl fútbol y
del deporte. Tiene que ver con un imaginario forjado en lo local. En la materia
prima propia. En casa. Educada en una empresa del país. Con vocación de
permanencia, de competir, de igual a igual con los poderosos y como ejemplo de
superación para las nuevas generaciones. Todo eso, y quizás más, lo encarna esa
“religión laica” llamada l Athletic en la que nos vemos reflejados futboleros y
no futboleros. Vizcainos , y también una buena parte del resto de vascos que en
mayor o menor medida , y rivalidades a un lado, nos sentimos identificados.
El éxito futbolístico del pasado lunes va a ser efímero y
pasajero. Lo demuestra la competición que no se detiene y que tanto el jueves
con el fiasco eslovaco y mañana, domingo, volverá a citar a bilbaínos y
barcelonistas en San Mamés con incierto pronóstico para el nuevo duelo. Eso
devuelve a la rutina y a la normalidad lo que fue excepcional.
Pero esa excepción, en la que David se creyó y quiso ser
Goliat, para muchos fue una inyección de autoestima que nos permitirá seguir
creyendo que, también en el deporte, somos distintos. Aunque sea una
“ensoñación” intangible. Pero profundamente hermosa. Nunca me han gustado las
canciones de gesta o la épica vinculada al devenir de las sociedades. Las realidades se hacen día a día y el
Athletic, convertido en religión, nos permitió, como bien apuntara el Diputado
General Rementeria , en medio de un largo tiempo de dificultad, esbozar una
sonrisa.
Hasta Rajoy reflejó, a su modo, el éxito rojiblanco. “Es un
ejemplo y un orgullo para todos los españoles” . Su compañero y discípulo
donostiarra Ramón Gómez no lo debió entender igual ya que en un twit de
respuesta a la felicitación publicada por el lehendakari en las redes sociales
contestó que “a muchos vascos nos importa un carajo el Bilbao”. Y ¿qué carajo nos importa a muchos lo que
diga el señor Gómez?.
He señalado que el Athletic se parece mucho a una religión
laica –permítanme el oxímoron- . Otras religiones, y en concreto la que
representa el señor Munilla, deberían tener más respeto en sus
apreciaciones no teológicas. Cuando la
peste de la violencia se ceba contra las mujeres, cuando los abominables casos
de agresiones sexuales se siguen produciendo en nuestras calles como
consecuencia de una cultura machista cultivada secularmente, cuando la equidad
entre géneros sigue siendo una utopía en
el mundo real, el representante de la Iglesia católica en Gipuzkoa debería
medir más sus palabras al hablar de que “la ideología de género no es sino una metástasis del marxismo, asumida
ahora por la cultura secularizada" y que "ha sido diseñada para
confrontarse con la familia y con la misma concepción natural del hombre".
No negaré yo el derecho del prelado a expresarse o a
manifestarse libremente. Pero, señor Obispo, su mensaje es tremendamente
injusto y ofensivo para quienes desde la actividad democrática pretendemos, a
través de las políticas de género, defender los derechos de las mujeres y la
igualdad de todas las personas, sea cual fuere su orientación sexual.
Yo, como muchas personas de este país, crecí con una educación católica. Aquella
enseñanza me dejó grabada un principio básico; que Dios el creador nos hizo a los
seres humanos iguales. Y a su imagen y
semejanza. Dios padre y madre. En femenino y masculino. En igualdad de género.
Sus palabras, monseñor Munilla, confirman mi escepticismo
respecto a la Iglesia que usted representa. Pero eso es cosa mía. Su discurso,
por el contrario, en tanto que tenía intencionalidad pública ha sido una
provocación.
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