viernes, 28 de junio de 2013

ACUERDO SOCIAL O PATADA AL AVISPERO

Se caldea el ambiente. La fecha en la que la reforma laboral aprobada por el Gobierno español amenaza con dejar a decenas de miles de trabajadores sin convenios sectoriales está al caer. Puede ser un “sanfermin” convulso socio-laboralmente hablando. Si antes de de dicho límite no se alcanza un acuerdo entre los agentes sociales mayoritarios, la posibilidad de que la capacidad salarial de miles de empleados sólo se vea amparada por el suelo establecido por el Estatuto de los trabajadores se cierne como una amenaza real. Y ese peligro no es un invento ni una ficción.


Hay organizaciones sindicales que han abdicado de la negociación. En un ejercicio poco comprensible se han subido al monte, reivindicando el todo –el desbordamiento o la insumisión hacia la reforma laboral-. Y no bajarán de allí, preconizando una movilización general que nos lleve a la confrontación permanente.

En el lado opuesto, sectores empresariales esperan cómodamente a que el plazo expire. Sin mover un dedo. Creen que después del siete de julio tendrán “barra libre” para “ajustar costes” con la pérdida del poder adquisitivo de sus asalariados. La ley se lo permite. Por eso están cómodos. Piensan que a los trabajadores no les quedará más remedio que asumir una notable bajada de salarios si es que quieren seguir inmersos en el mercado laboral. Es el retorno al capitalismo salvaje. Y no son pocos los empresarios que así piensan, aún olvidando que la mano de obra de sus compañías es quizá el mayor valor con que cuentan sus negocios.

Y, entre los extremos, se extiende la economía real de este país. La que siempre permitió el desarrollo de esta sociedad. Empresarios que apuestan por la iniciativa, por el riesgo, por crear riqueza y empleo. Emprendedores que saben que su prosperidad depende también de la prosperidad de sus empleados. Quienes han conjugado colectivamente un proyecto, una idea, para hacerla rentable. Y, como no, asalariados cumplidores. Trabajadores honrados que se sientes involucrados con su labor. Que saben que de ellos depende, básicamente, alcanzar los objetivos previstos. Los que han conquistado, por mérito propio, unos derechos que desean mantener y cuya conculcación sería una injusticia manifiesta.

Esa economía real incluye pequeñas, medianas y grandes empresas, que aglutinan a decenas de miles de hombres y mujeres, se merece un acuerdo. Un acuerdo por la estabilidad social, y por el mantenimiento de los derechos laborales. No sabría exactamente definir las bases sobre las que sustentar dicho consenso pero inicialmente debería contener el compromiso de prevalencia del ámbito vasco de negociación colectiva y la aceptación de la ultractividad de los convenios –desde la asunción de que un convenio ya vencido sigue vigente hasta la firma del posterior, a la determinación de nuevos plazos de vencimiento y renegociación-.

Se trata de establecer unas reglas de juego básicas en las que las partes se sientan reconocidas. Luego, llegarán, los contenidos propiamente de los convenios y, en tercer nivel, los límites establecidos a los denominados “descuelgues” o la imposibilidad de aplicar los convenios acordados en situación de crisis o de rezones objetivas.


No soy especialista en la materia pero ante una situación de crisis abierta como la que vivimos, la mejor alternativa que puede tener el mundo de la economía real (empresas-trabajadores) pasa por la certidumbre. Por establecer reglas de comportamiento de sentido común, que conjuguen garantías de flexibilidad en la organización de la estructura productiva con seguridad en el mantenimiento del empleo. Hacer lo contrario supondría un grave riesgo de naufragio colectivo.

No es entendible que ante un panorama económico tan desolador como el que vivimos, algunos se empeñen en estirar la cuerda hasta romperla. No es de recibo sostener huelgas indefinidas, como la vivida en una empresa vizcaina especializada en componentes de automoción, que ha terminado por asfixiar a la entidad, llevándola a la liquidación, al cierre de dos plantas y a la desaparición de 241 puestos de trabajo. Pero ese pulso sindical incomprensible hasta el suicidio ha tenido más graves consecuencias que las propias. La falta de producción de dicha sociedad ha afectado gravemente a la actividad que la multinacional “Mercedes” tiene en Vitoria. Los problemas en el suministro de piezas, ha obligado a la corporación alemana instalada en Gasteiz a presentar un ERE temporal de 18 días, siendo ésta la segunda ocasión en la que la conflictividad laboral ajena mediatiza gravemente su proyecto industrial.

El quebranto ocasionado es tal que se teme que la empresa automovilística saque de Euskadi su “pool” de proveedores –por no hablar de la nefasta imagen de Euskadi trasladada hasta Alemania-. Y eso sólo puede ser la primera mala noticia de otras que pueden llegar y que hoy no me atrevo a plantear. Son las nefastas consecuencias de la estrategia de “confrontación” sindical (aún recordamos con amargura el conflicto de “Caballito”). Estrategias suicidas que, de no remitir estrangulará nuestra capacidad industrial presente y futura.

Son más los ejemplos que existen hoy de esta dinámica disolvente de actividad. También se dan los ejemplos contrarios. Empresarios que salen corriendo dejando en la estacada a trabajadores y proyectos con visos de viabilidad. Agentes sin escrúpulos que una vez de descapitalizar sus empresas abandonan a su suerte a centenares de empleados, dejando tras de sí millonarios pufos a la hacienda pública y a la Seguridad Social. Cierres patronales, liquidaciones, de proyectos viables –corrugados en Gipuzkoa, papel tisú en enkarterri, troquelerías en Asua...- protagonizados por auténticos quinquis disfrazados de empresarios.

La actividad industrial, empresarial, no es eso, o al menos, no la entendíamos así en Euskadi. Y la labor sindical de tierra quemada tampoco.

Este país debe recobrar, más en momentos como los actuales, el rigor, el prestigio y la templanza que siempre le ha caracterizado en el ámbito socio-laboral. Las cosas están mal. Y pueden ir a peor si nadie lo remedia.

El Gobierno vasco y su consejero Aburto han desarrollado un papel de mediación meritorio en la búsqueda de un acuerdo que nos devuelva a la normalidad de la negociación colectiva. La reforma laboral, aprobada por rodillo y como un trágala, hace posible, si el acuerdo entre partes no se tercia, que la creciente conflictividad laboral se dispare. Y eso no sería bueno. Ni para los empresarios, ni para los sindicatos. Y mucho menos para este país.

Llega el momento de la responsabilidad. De lo que algunos llaman “altura de miras”. Convertir las relaciones laborales en un polvorín, con movilizaciones permanentes, con judicialización extrema de los actos adoptados, empobrecería a esta sociedad. Sería como dar una patada al avispero. Tenemos constancia suficiente de que provocar un incendio social es relativamente sencillo. Sobre todo, cuando la vocación de pirómano parece sustentarse en la estrategia del principal sindicato del país. Creen que de la “tierra quemada” renacerá un nuevo modelo económico. Como el ave fénix. Y no es así.

Sólo del acuerdo entre partes surgirá un nuevo tiempo. En lo político y también en lo económico. El acuerdo social es posible todavía. Que patronal y sindicatos aparquen diferencias, superen complejos y pacten. Es el momento. El país, Euskadi, lo exige.

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